De hospitales públicos, seguridad e inseguridad

Cuando leo un diario (literario) rastreo cuántas veces en el año estuvo enfermo/a ese escritor o escritora. Hay autores que o no se enferman nunca o no lo escriben en sus diarios. Alguna gripe aparece. Un resfrío o constipado también (curioso, en España estar constipado es estar resfriado, mientras que en Argentina estar constipado es no cagar hace días), pero en general claro, uno no va a tener un diario para rastrear cada estornudo. Otra cosa es la literatura sobre la enfermedad, que me interesa cada vez más.
Estaba leyendo hace poco La ridícula idea de no volver a verte de Rosa Montero, escritora madrileña. Es un libro sobre la biografía de Marie Curie y ya desde ahí algo de la enfermedad o la cura (cura-Curie bastante curiosa la cacofonía) entonces hay. Además, es un libro sobre el cáncer repentino que mató a la pareja de Rosa, o sea, enfermedad de nuevo. En medio de la lectura de ese libro me enfermé yo (o ya estaba enferma) y fui al hospital público a que me atendieran.

Paréntesis. Cuando me vine a vivir a España, una de las primeras cosas que tuve que conseguir fue el derecho a la asistencia sanitaria. Ha estado jodido el tema en tiempos de Rajoy (que, tic tac, se están acabando por fin) con el tema a la asistencia sanitaria a los inmigrantes. Políticas de derecha total donde se supone que no tienen derecho al hospital si no tienen papeles. Yo antes de conseguir mi tarjeta sanitaria me enfermé. En urgencias ginecológicas me quisieron cobrar 90 euros para que un médico me viera en el famoso y excelente Hospital Gregorio Marañón. Claro que no voy a pagar 90 euros, ni yo ni nadie. O me atiendes o no me muevo de acá. Me mandaron a Asistencia Social. Enseguida (tal vez una hora después) un médico de urgencias me estaba viendo y no me cobraron, faltaba más. La salud es pública, a ver. Luego regularicé mi situación y el Gregorio Marañón fue un sitio donde hasta fui operada y pasé una noche. No me quejo, la habitación era tanto más bonita que las pensiones donde estuve en Roma o Lisboa, por ejemplo, sin recordar una de Oporto que resguardo al olvido.

Estaba entonces en medio de mi lectura de Rosa Montero cuando decidí que debía ir al hospital. El Gregorio Marañón me queda muy lejos ahora, entonces fui al 12 de Octubre. Los hospitales públicos en España se parecen mucho todos entre sí. Esa entrada principal con escaleras pero también las dos rampas que van hacia ella, cada una a un lado, como brazos. Parece que la entrada te abrazara. Son sitios hostiles pero anfitriones al fin.
Decidieron que debían sacarme sangre, orina y más estudios... Estaba sola, y leyendo a Montero en la sala de espera pensé, qué mal libro para la ocasión. Qué trago amargo. Dos horas de espera los resultados (más dos antes entre que me atendieron y me tomaron todas las muestras). Un poco asustada, pero sobre todo muy sola. En esos momentos piensas: a quién llamaría. Cogí el móvil y vi que estaba apagado, me había quedado sin batería. Me sentí en medio de la nada. Y si me internan, ¿cómo y con quién me comunico? Pero había que esperar, horas... Enfrente de mí un matrimonio de ancianos esperaba los resultados de ella. Se la veía tan enfermita. Me sentí muy triste, siempre quiero abrazar a las mujeres españolas mayores de 70 años, me dan una ternura inexplicable. Su carita... Y esperaban, esperaban, su marido a su lado. Y entonces el médico por fin los hizo pasar al consultorio para darles los resultados. Cuando salieron, la enfermera que estaba ocupándose de ese caso les preguntó ¿listo?, ¿ya está?, ¿a casa? Y ella, con una expresión de pena y arrugas dijo: No, me quedo, me ingresan, adentro. Mala faena, comentó la enfermera. La viejita dijo sí casi llorando. Qué triste que me puse. Pero entonces vi algo: su marido le cogió muy fuerte la mano. Dos masas de arrugas se juntaron y ahí sellaron el día. Se veía cómo los dos hacían fuerza. Se sostuvieron. Se tenían. Y fue entonces cuando sentí la soledad más gélida que experimenté en toda mi vida, y me eché a llorar.

Hubo un momento de mi vida en la Argentina, entre que dejé de ser menor de edad y comencé a trabajar en blanco, que me quedé sin cobertura médica porque la obra social de mi madre ya no me correspondía por haber pasado los 18 años y propia no tenía por no tener oficialmente un trabajo (casi nadie tenía un trabajo en ese momento de la Argentina con una desocupación calamitosa y yo, aunque lo tenía, lo tenía en negro, claro. Era un desastre de país, los peores recuerdos que tengo de ella los reservo a esta época espantosa). En esa etapa, que tal vez duró tres años, me enfermé, claro. Recuerdo haber ido al hospital público en un país desmantelado. El Hospital Rivadavia por ejemplo. O el Hospital Álvarez. O al Durand. A todos esos fui en ocasiones. Algunos mucho más deprimentes que otros. Gélidos eran. Es jodido en la Argentina no tener ni obra social ni prepaga. Uno no lo piensa si es de clase media, pero hay que pensarlo. Los hospitales de Argentina son característicos por sus patios interiores y los pabellones que de él surgen hacia todos los lados. Como un sistema nervioso central. Son muy diferentes arquitectónicamente respecto a los de Madrid. Pero uno aprende a bucear en el que sea, al final todo se soporta aunque tenga que ser con miedo o dolor.

Por fin me llamaron a mí para mis resultados. Mi sangre estaba impecable. La doctora que me atendió era excelente. Algunos resultados de cultivos quedaron pendientes. Tuve que ir a buscarlos una semana más tarde. Todo negativo, todo perfecto, y ella de una calidez humana, una dedicación... la felicité y le agradecí (me hizo el favor de verme personalmente, a pesar de que el hospital público no funciona así, y con el agravante de que a mí por domicilio no me corresponde ese, pero es un tema de papeles que debo poner al día, algo que ya no puedo ni contar aquí). Hacia lo último me preguntó por Buenos Aires, porque me contó que tiene muchísimas ganas de ir, debe ser hermoso me decía y le brillaban los ojitos y yo veía cómo esa mujer tan fuerte, que me tenía que proteger a mí, cuidar, curar, la única mujer en Madrid que se me ocurre que podría cuidarme, ¡qué soledad!, ella estaba tan sensible, tan soñadora... y entonces me preguntó en medio de su ensueño una cosa en concreto: ¿es una ciudad peligrosa? Es extraño responder eso, porque ser peligroso o no es relativo, y me lo estaba preguntando alguien en Madrid, sentada en un hospital público que a pesar de cuánta mierda y mal le hizo a la sanidad el gobiero actual español todavía funciona muy bien y sé que todo va a ir a mejor (lo que pasa es que los recortes han sido escandalosos y sus consecuencias son el deterioro, evidentemente). Primero, como haciendo tiempo, la comparé con otras ciudades de Sudamérica (tal vez fui un poco injusta) y entonces le dije que era menos peligrosa que tal y tal, pero luego vi que tenía que compararla con lo que las dos conocíamos, Madrid, y tuve que admitir que sí, que lo era un poco, y eso no es fácil para alguien como yo que vivió toda su vida ahí y no quiere caer además en discursos amarillistas, pero le tuve que contar la vida cotidiana, y vi, junto a ella, las diferencias. Pero aprendes, le dije, aprendes a vivir en esa realidad, lo incorporas en tu vida, aprendes que hay cosas que debes tener en cuenta, y las tienes, y punto, aprendes, y sí que pasan cosas, a mí me pasó con todo tipo de robo y armas, pero no importa, aprendes a vivir ahí, a saber qué tener en cuenta a la hora de mudarte, de moverte, de hacer actividades, las compras, etc. Y ella lo veía tan claro, claro, aprendes, solo hay que saber cómo es. Y siguió soñando. Yo le agredecí. Quise abrazarla pero no me animé, me hubiera gustado...

Llego del médico y recibo un mail de una ilustradora con quien estoy en medio de un proyecto. Me propone que el domingo, que ya voy a estar en Buenos Aires, vaya a su casa en el barrio de La Boca a trabajar. En el mail, en cuanto escribe La Boca enseguida me aclara: "Pero estoy cerca de Caminito, es re comercial la zona, no pasa nada". Claro, esto es Buenos Aires, esas advertencias, pienso y recuerdo. ¿Se lo habré transmitido bien a la doctora? Yo creo que ella se quedó conforme, como yo con ella.

A la distancia es recordar. Cuando llegue será reconocer. Lo que es seguro es que así como la lectura de Rosa Montero no me ayudó ese día, para el vuelo un libro de accidentes de avión no me llevo. Me llevo a Sábato, que es como ir entrando en lo argentino desde el aire.




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