Dos semanas en Buenos Aires

Desde que llegué a Buenos Aires no tuve tiempo para las cosas a las que en Madrid les dedico casi todo el día: básicamente leer y escribir. Desde que llegué a Buenos Aires (hace dos semanas) leí solo un libro (ni siquiera lo reseñé) y vi apenas sólo una peli (una joya que mi cineclub amigo rescató de la Embajada de Francia). Desde que llegué a Buenos Aires que siento que no paré (y estoy agotada) pero que no hice nada.

Estar donde uno no vive suele ser estar de viaje. Pero estar en Buenos Aires es otra cosa, es estar donde está toda mi vida, donde estuve toda mi vida, y sin embargo, no hago casi nada normal, ni tengo casi nada. Pero tengo a mis amigos, y mi gente en general, y mis recuerdos, y mis bares y esquinas, y ese bodegón, y aquella pizzería. Porque estoy, al final, donde hice toda mi vida.

Hoy estuve en El cuartito, la legendaria pizzería de la calle Talcahuano. Y estuve ya en Kentucky y me falta pasar por Guerrín. Si extrañaba la pizza argentina, ya estoy, a dos semanas, al borde de desbordar muzarella por las orejas. Todo está desmedido, idem con el dulce de leche. Me traje la pelota de pilates creyendo que algo de aquella vida cotidiana era transportable y reproducible, pero la pelota se me hace acá in-inflable. No, no repliqué un solo hábito de mi vida cotidiana, lejana y europea, hippie, sana, solitaria y modesta.

Visité la Feria del Libro de Buenos Aires y más que visitarla en realidad participé en sus jornadas profesionales, que incluyeron trabajos serios pero brindis de vino y sándwich también. Me reuní con mis editores y uno me encargó que le entregue un libro en agosto como tarde y yo pienso: pero tengo que salir de Buenos Aires, yo acá no escribo, no leo, no haga nada de lo cotidiano porque no tengo rutina, porque no estoy de viaje pero tampoco en mi casa, proque llega un momento en que uno es de ninguna parte.

Fui a la cueva de siempre a cambiar mis euros y la encontré cerrada, clausurada. Entonces fui a otra de confianza en la típica zona de las cuevas, en la calle Florida, y con los bolsillos mucho más pesados salí caminando campante porque ya no siento ni miedo ni me persigo ni me pierdo en Buenos Aires. Sin embargo, había olvidado que Santa Fe era doble mano. Había olvidado que una calle de los alrededores de la casa de mi infancia se llama Arengreen, había olvidado ciertas prácticas del peatón versus (siempre en contra) del conductor y había olvidado un eterno olor a verano, siempre impregnado de ese tufillo de lo que no se secó bien, lo que conserva humedad.

Y estamos a fines de abril y esto parece verano. Me confundo permanentemente, pienso que estamos como en Europa en primavera, pasando al verano. Digo "acá en Madrid" y "allá en Buenos Aires" varias veces al día y me río, pero me canso y al final ya ni me importa, la realidad es que puede que uno nunca esté en ninguna parte y más real aún es que hace calor y esto parece verano. Entiendo que los porteños estén hartos y yo, sin embargo, agradezco esta absurda (y preocupante) extensión pues vengo de un invierno que se me hizo eterno aunque en realidad ya lo he olvidado, y ni siquiera me parece que fue hace poco, ni podría marcar en un mapa si fue por allí o por acá.

Seguiré en Buenos Aires varios días más, me queda de todo por hacer y me iré habiendo hecho nada. Y probablemente, me iré habiendo postergado lo más importante, porque las prioridades tampoco se ven claras, y porque al final equivocarme es lo único que me sale.

Y seguiremos así, yo y los que acá visito y quiero, despidiéndonos con ese abrazo que no aprieta, porque sabemos que volvemos a vernos pero tal vez no, y así, nos decimos adiós a medias, porque yo siempre estoy cuando siempre me voy y me ausento aunque me quede, y en realidad con todos es así, solo que en la vida cotidiana, en la vida común, esas cosas se ignoran porque si no, duelen.




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