Veinte días en Buenos Aires

Me quedan diez. Empiezo a desesperarme. Esto me pasa sobre todo cuando viajo a lugares complicados: me parece eterno lo que falta cuando llego, y cuando falta menos de lo que ya pasó me parece poco lo que queda. No es que Buenos Aires sea un lugar complicado, no lo es, es sólo que acá las cosas para mí pueden ser complicadas, porque tienen historia. Y no todos recordamos la misma historia. O sea: Buenos Aires tiene versiones. Bueno, y algunas complicaciones tal vez.

Veinte días en Buenos Aires y una de las mejores cosas fue reencontrarme con los taxistas, esos personajes tan porteños. Me tocaron dos diluvios que solucioné rápidamente parando un taxi. La primera de esas experiencias fue que el taxista me paró cuando todavía la lluvia era moderada, el diluvio sucedió cuando ya estábamos en camino y se puso loco. Le agarró como un ataque de pánico. Pensé que sería por miedo al granizo gigante, un trauma que los porteños arrastran sobre todo desde el año 2007 aprox. tras una granizada jodida que abolló tantos autos. Pero no, su nerviosismo no tenía nada que ver con lo meteorológico. Tenía que ver con el miedo, me dijo: yo me vuelvo a casa, enseguida le sonó el celular y era su esposa para decirle que se volviera a casa. Cuando cortó le pregunté pero por qué tanta angustia (yo me sentía incómoda, por mi culpa el tipo no está ya volviéndose), si acaso no era mejor que lloviera para tener más trabajo y me gritó que no, que la angustia era porque ya no se ve, es tanta la lluvia que no se ve, y si yo no veo la cara del que me para, yo no freno el coche, uno puede equivocarse, pero en general si ves la cara podés decidir si subir a ese pasajero o no. Yo a un tipo que por la cara no me da confianza, o cómo está vestido, etc., no le abro, ese te saca un cuchillo, te lleva adonde quiere, te roba todo y te mata. Llegamos. Le pagué $60. Vuélvase a casa, le dije. Con esa inseguridad (a la de él me refería) no se puede hacer nada, pensé mientras entraba. Segundo diluvio, Caballito inundado hasta las pantorrillas, el taxista, un copado que no se sabía una sola calle y tenía GPS en el móvil nada más, sube el auto a la vereda para que yo no tenga que meter los pies es esa laguna (veo que el sistema de desagüe sigue fallando en la ciudad). Detrás de nosotros, un coche de policía nos mira y le parece perfecto lo que estamos haciendo. Todo normal, que se inunde, el auto atravesando una vereda, un diluvio... Mundo taxi.

El domingo pasado hubo elecciones. Voté por quien no ganó, por supuesto, por suerte no soy tan garca. Enfrente de la casa de mi hermana, donde paro, hay una sede de La Cámpora. Los chicos militantes festejaban como si hubieran ganado ellos. Una mezcla entre pena y vergüenza ajena. Con mi hermana estábamos cenando en El viejo buzón, el restaurante que está enfrente, sentadas en la calle, comiendo milanesa con fritas (todo muy porteño, casi cliché pero es real). Al terminar la cena decidimos cruzar a ver aquello. Los discursos peronistas, la canción que entona que tienen una foto de Perón en la cocina, y una chica que habla en un momento y dice que no tienen cifras oficiales pero que supone que sacaron mayoría (dios mío, de qué habla, del comunero será, porque el pobre Recalde quedó en cuarto lugar, hasta Lousteau le ganó). Y sí, festejen lo que sea, que el fernet y la coca ya fueron comprados y hay que tomarlos. Yo me divertí y hasta me emocioné, pensé: sí, nací y ya no vivo en un país peronista que tiene la particularidad de no poder explicar nunca a alguien no-argentino qué es el peronismo (paréntesis: iba caminando por La Boca y en un bar bien de rioba escucho que uno le dice a otro –Yo soy peronista pero del viejo peronismo. –Qué vas a ser vos peronista si votaste a Macri. –Qué tiene que ver, pero del otro peronismo soy peronista, no me entendés... No, claro, nadie lo entendería. Qué lindo La Boca lástima Macri).



La inseguridad como tema de conversación: me encuentro con una amiga, me dice que no, que no vamos a ir a tomar unas cervezas porque tuvo un día de furia, resumiendo, le rompieron todo el auto y le robaron todo, incluidas las gomas de las ruedas, todo, le quedó una puta carcaza. El seguro le cubre solo una parte, ya se gastó esa mañana más de mil pesos, estamos a fin de mes, no le queda un mango, le ofrezco plata, no me la acepta pero está al borde del llanto. Otra conversación: una tía copada me dice que no me puedo ir de Buenos Aires sin conocer la Usina del Arte en La Boca, me cuenta que fue hace poco con su hija, que llegaron en colectivo hasta Parque Lezama y que desde ahí pensaban seguir a pie. Pero que al ver el ambiente y la gente que rondaba el parque entraron en pánico; mucho lumpenaje, me explica mi tía. Le preguntan a un comerciante del barrio si es peligroso, si da ir caminando hasta La Boca y el comerciante les cuenta que la semana pasada a una mujer le rompieron las dos piernas para sacarle $100. Ahí mi tía cae en la cuenta de que el día anterior fue a cobrar su jubilación y se olvidó de sacar la plata de la cartera. Está en medio de Parque Lezama con todo eso encima. Rápidamente calcula cuántos huesos rotos vale lo que lleva en el bolso, y nos reímos a carcajadas. (El cuento de las piernas no me lo creo, eh. No lo aclaro para justificar las carcajadas, me habría reído de todos modos. Pero no me lo creo).


La odisea de la Sube: No tengo la Sube porque me la dieron de baja por no usarla durante muchos meses. Cada vez que tengo que tomarme un colectivo es una odisea. Trato de juntar siete pesos en monedas pero las monedas siguen siendo la figurita díficil de este álbum que se llama Buenos Aires. Entonces recurro a un código vigente entre los porteños destarjetados del transporte público: le pido a quien está en la parada que me saque pasaje por mí y le pago cuatro pesos a cambio (en lugar de $3 ó $3,50 que les sale a ellos con la Sube. Todos hacemos negocio, el que me hace el favor se gana 0,50 centavos y yo me ahorro $3 y un dolor de cabeza. Claro, el problema es cuando estoy sola en la parada del colectivo y no tengo a quien ofrecerle la tranza.

Y las paradojas. Pequeñas paradojas permanentes en la ciudad. E inmensas paradojas que no quiero mencionar. Las pequeñas: la paradoja de Doctor ahorro sucursal Primera Junta: entrás y el aire acondicionado a todo lo que da convirtiendo aquello en un freezer. Hay que esperar bastante a que te atiendan. Uno entró a comprar algo para el estómago, supongamos; para cuando te toca el turno al final seguro que también necesitás un antigripal. Se suponía que en esa farmacia encontraba soluciones a las enfermedades, no enfermedades.
La paradoja de la escalera caracol de la pizzería Kentucky de Plaza Italia: es tan empinada y tan curva que da miedo. Hay que bajarla para ir al baño. La paradoja es que cuanta más cerveza uno toma más necesita ir al baño pero menos capaz es de bajarla sin caerse o mínimo marearse. Supongo que en pedo uno acaba cayéndose pero no recordándolo.

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